Las vacaciones de verano. El mes (meses para los más afortunados) más esperado del año. En los días de frío en invierno cierras los ojos y piensas en el olor a mar de las vacaciones pasadas o en las risas con tus amigos hasta las tantas en la calle.

Esa expectación no suele cambiar ningún año. El 2020 ha sido diferente en muchos aspectos y las vacaciones han sido uno de estos.

La cuarentena sirvió para fortalecer (en la medida de lo posible) los vínculos con las personas con las que pasamos el encierro y para dedicarnos más tiempo del que solemos dedicarnos a nosotros mismos.

Las vacaciones de verano de este año pedían a gritos la separación con esas personas con las que compartimos la cuarentena, y para poder centrarnos en cuidar y disfrutar los demás vínculos. Todos los años, las vacaciones deben ser un descanso y reencuentro  de la familia, que está al lado el resto del año. Esto es más sano de lo que se puede llegar a pensar.

Echar de menos a las personas con las que se convive es un proceso necesario para poder sobrevivir a la convivencia con estas.

El 2020 también ha trastocado estos planes y procesos sanos y necesarios. En muchas ocasiones no ha sido posible separarse de la familia, de pasar unas semanas únicamente rodeado de las  amistades, que tanta falta nos han hecho durante el confinamiento.

Este año exige más paciencia que nunca con hermanos, hijos, hermanas, padres, madres… Paciencia también para darse espacio a cada uno, pasar tiempo solos dentro de lo que se pueda, para poder seguir disfrutando de las vacaciones de verano por muy atípicas que sean.

Al fin y al cabo, da igual con quién se pase esos días, lo importante es disfrutarlos para poder llenarnos de energía para el siguiente invierno.

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La pandemia no se ha ido, no hace falta nadie nos lo diga.

Aunque parece que ya hayan quedado atrás, muy lejos, los días del confinamiento estricto, el maldito virus, que nos ha trastocado tanto las vidas, sigue aquí entre nosotros.

Y, aunque queremos aparentar y vivir con normalidad, aunque sea la nueva normalidad, no nos queda más remedio -por la cuenta que nos trae- que permanecer alerta y no bajar la guardia.

Y en esto que llegan las vacaciones. Menudo temita.

El miedo, la tristeza y la incertidumbre que vivimos durante los meses duros, de cifras terribles, de miles de enfermos y muertos, nos están pasando factura ahora.

También la convivencia estrecha, estrechísima, en la familia confinada: mi marido y mis dos hijos.

Esos seres a los que adoras pero que, en estos momentos, te gustaría ver por fotografía, disfrutando en otra playa a unos cuantos cientos de kilómetros. Aunque solo sea por volver a sentir el placer del reencuentro.

Se que se entiende, que no es que no nos queramos. Al contrario.

De ahí la necesidad de un hueco espacio temporal; de verles ser felices con una vida propia y compañías distintas; de que te cuenten cosas emocionantes que no hayan vivido solamente contigo…  pero que estén deseando contártelas.

Los quince días que acabamos de pasar juntitos otra vez junto al mar han sido un bálsamo físico y mental para cada uno de nosotros. Y no niego que hayan supuesto para la familia un colchón de relax por el cambio de residencia, de aires y de rutinas…

Pero también han sido días en los que ha dado la cara la saturación de los meses pasados. Nos ha costado un poquito “soportarnos” en nuestras peculiaridades y ha habido más de un tira y afloja multidireccional.

Pero he de decir que con comunicación –cuando se podía-, conversación –unas con mejor tono que otras- y con ganas –aunque flaquearan- ¡lo hemos conseguido!